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domingo, 22 de octubre de 2017

A PROPÓSITO DEL MUSEO.

      Me hallo enfrascada en el análisis del museo -como institución, servicio o como ejemplo, al fin, de la evolución comunicativa desde la antigüedad-; no seré yo la persona que ponga en duda el alto nivel alcanzado en lo que respecta al aspecto dialógico entre el público y dicha entidad. Diferentes estratos en esta cuestión son analizados constantemente por expertos en museología a nivel internacional, pero ¿qué ocurriría si el público dejara de ir a los museos? ¿si éstos tuvieran que interrumpir bruscamente todo ensayo pedagógico por falta de discípulos?

      No constituirían más que edificios obsoletos o pretenciosos; asépticos o polvorientos. Espacios mortecinos, tan solo animados por obras de distinta naturaleza pero que guardan el común denominador de ser reliquias escogidas para ejemplificar algún acontecimiento o circunstancia, o elevar una forma a arte incuestionable con solo el pretexto de su presencia en la historia, presencia que ha sido glorificada por encima de la realidad de la obra. El museo sin observadores no es nada porque lo que expone ha de seguir significando a través de ellos.

      Quizás esta función reivindicativa del status histórico de un objeto sea la esencia del museo, mal que nos pese; quizás la preconizada educación como revolución museística, sea más elitista que la tradicional, pues pretende que el público se comporte como un individuo original que aprende lo que desea a aprender, que se dirige a una biblioteca o a una universidad cualquiera para cultivarse, que partiendo de una premisa cultural o no, elige lo que desea grabar en su memoria. Pero el individuo no es así, no aprende lo que desea sino lo que desean los demás que aprenda, siempre es así.

      El museo no enseña, aprende; aprende de ese ente abstracto llamado público; responde a sus apetencias volubles o congruentes, debe exponer lo que este ente desea ver, que son imágenes u objetos sin más, simples  y sin anécdota o formulario; uno no se dirige al museo para convertirse en un erudito, ni para compadecerse de la cautividad a la que están sometidos tanto objetos como seres vivos con más inteligencia, quizás que el más escrupuloso y profético de los teóricos.

      Es más adecuada la nueva realidad respecto al público de los actuales museos interactivos, en los cuales lo aprendido se obvia en favor de una supuesta experiencia subliminal y lúdica; es más efectivo para la salud mental del visitante exponer las entrañas de las obras, dejando el resultado final hundido en la miseria pues el momento de su descubrimiento será también el del cansancio extremo del espectador. No seré yo quién diga qué debe contener un museo y cómo debe hacerlo, pero como espectadora querría ver más que comprender, experimentar el placer de vivir por medio de la mirada.

      La mirada que se va, a veces, para los más insólitos rincones de un museo cualquiera; que reconoce en cualquier esquina una imagen de la historia personal del individuo, que sale al exterior en cualquier patio de cualquier edificio histórico y hace que nos preguntemos ¿quién vivió aquí en el siglo XIX? ¿quién corrió por sus salones? Incluso se podrá posar en algún visitante que no va tras la multitud, sino que contempla expectante una obra cualquiera -esté o no esté bien iluminada-.

      Es la vida la que transcurre por entre cada espacio pensado para la formación precipitada, para la erudición en quince minutos; es la espontaneidad del niño que se pregunta si venderán golosinas en esa tienda tan bonita y con tantos colores de la entrada; tal vez el museo deba dejar de alzar la vista por encima de sus visitantes y compartir con ellos, de forma casi infantil, sus posesiones; como aquellos reyes que sin saber escribir, si que sabían lo que valía una espada o un medallón desgastado, que los mostraba sin otra pretensión que la envanecerse ingenuamente.

      No es que pretenda volver a la Edad Media pero creo que lo simple y directo, lo sencillo y gráfico es el mejor modo de llegar a todos -no dividiendo a la multitud en torpes o listos, estudiados o iletrados-, todos es todos, el culto se cansa de serlo tras una pesada jornada entre libros, mientras que el que no se ha asomado aún al universo del saber por propia decisión, no pretende más que pasar un buen rato. Quizás el mejor camino para la educación es la puerta abierta, la insinuación, el aperitivo que presagia una espléndida cena.

      Educación sí pero con mesura, no hay educación sin interés, no se aprende en el hastío.Los hombres, todos: los genios y los un poco más obtusos, debemos descansar continuamente del esfuerzo de querer saberlo todo. La universidad no debe entrar en los museos, son ellos los que deben despertar el espíritu suficiente para la adquisición del conocimiento, agarrar la predisposición del que acude para deleitarse en algo, respondiendo con ese algo más que pueda hacer que se pregunte qué hay detrás de ese campo de margaritas gigantes ¿o son girasoles...?

jueves, 12 de octubre de 2017

OTRA HISTORIA.

      El artista como fenómenos social, como traductor o quebrantador de contextos -espacios en el que se suscribe y de los que a veces no llega a tener conciencia- ¿cómo puede influir en sus obras? ¿cómo puede influir en su capacidad de creación?
El artista autónomo es ante todo, un captador de imágenes: de formas, líneas y colores disueltos en el aire, sin asidero formal; su mirada no es prosaica ni periodística; ésta última parte de una casta especial, de una personalidad artística concreta; es otro cantar: transformar la realidad pura y dura sobre el lienzo, una labor creativa que solo puede ser consecuencia del estilo, conseguido y depurado por medio de una tarea simplificadora o barroquizante.

      El artista abstracto -o abstraído de la realidad- no pretender romper con ella, tampoco quebrarla, ni siquiera tomarla en cuenta. Por consiguiente no la deforma ni la abstrae; no la ordena ni recompone. La abstracción es la entrada a la forma pura, ésta será más real -aunque parezca una contradicción- cuanto más se aleje de lo identificable.
El juego realidad-irrealidad es sólo eso, un posicionarse justo en la entrada a la imaginación; es el ejercicio previo a la desligación total; a veces, el artista se encuentra cómodo en este tránsito, otras veces decide lanzarse al abismo, es eso lo que les ocurrió quizás, a algunas de las vanguardias históricas.

      Pero no hay que olvidar que durante el siglo XIX, otros abrieron el camino -impresionistas, postimpresionistas...- se trataba de la disolución del figurativismo, fuere el motivo o la intención cual fuere; el atrevimiento primero partío de otros -el rechazo los sufrieron todos- pero la independencia de la forma estaba servida y por lo tanto su propia evolución, sin parámetro realista alguno; no he inventado yo esta teoría pero es más lógica que pensar que el arte sea fruto de la experiencia vital, cuando la creación, como componente indisociable de éste, parte del lado opuesto a lo prosaico, traducido ésto en lo político, lo social, etc.
El contexto social puede herir al hombre hasta lo demencial, pero su arte no se moverá un ápice de lo que es la evolución de su estilo o mirada primigenia.

      Mucho se ha dicho de la influencia de la guerra -elemento excepcional en la vida de muchos artistas- pero no sólo la guerra agrede o afecta al hombre-artista; existe la injusticia de la paz, el silencio de la comodidad social, el inmovilismo del terror...
Bien es cierta la coincidencia entre el surgimiento de las vanguardias y los convulsos primeros años del siglo XX; nunca había cambiado la piel política de Europa como en aquellos años, pero ¿desde cuándo se estaba fraguando dicho estallido político? ¿desde cuándo otros muchos artistas decimonónicos -valga el término como simple referencia a la época- se debieron preguntar por la dirección de los acontecimientos o se revelaron, pública o privadamente, contra el estado de las cosas ¿cómo influyeron las circunstancias políticas en sus obras, pues sólo se ha estudiado esta cuestión someramente?
Y es que grandes progresistas y rebeldes políticos y sociales, han practicado y practican un arte clásico conscientemente; no rompen con realidad alguna sino que recrean un fragmento de ella ideal o idealizado; mientras que otros siguen rompiendo abruptamente con la realidad, sea cual sea su ideología o su compromiso ante la sociedad.

      La independencia o cansancio de la forma proclamada por teóricos de primera fila durante el siglo XX, guarda mayor grado de congruencia con la experiencia artística; es la mano la que busca otros caminos, el ojo el que se plantea otros derroteros de color, de contraste, de volúmenes; otras obras anteriores las que ponen, ante el nuevo artista, la prueba de que sí se puede moldear el espacio del cuadro a gusto de cada cual, y que ese gusto nace del encuentro ante el espacio vacío del cuadro -digo espacio con lo que conlleva de concepto tridimensional- pues aunque la obra quede para los demás como una representación, o presentación plana, para el artífice -en el momento crucial de la creación- el lienzo es el rostro de un mundo independiente; puede permanecer en la superficie o inmiscuirse hasta el fondo, profundidad real bajo el prisma de su visión.
Sí, la obra (en algún momento de su vida) tuvo de veraz, tres dimensiones, adaptándose la forma a ella  y sólo a ella.










sábado, 7 de octubre de 2017

PRESENTACIÓN VERSUS CONTENIDO.

     En el arte, al igual que en cualquier aspecto de la vida, lo importante suele ser el contenido, pero a veces es más interesante la idealización que se produce tras la visión posterior a la obra creada, pues también en la "aparición" se halla el arte; el esteticismo, ese estilo que conlleva cierto afán decorativo, no debe confundirse con la banalidad o la superficialidad; para mi es una forma de entender todo lo artístico y todo lo que no ha sido considerado como tal por la historia del arte oficial.

     Posee concomitancias con el mito del círculo cerrado, el conjunto hecho unidad, la paz resultante de algo tan prosaico como es la contemplación de una obra integrada totalmente en su espacio teatral; puede llegar a ser semejante a la paz de los inocentes, a la sensación sin razón, sin preguntarse de dónde sale este o aquel elemento; qué significado se oculta en su conformación, qué color representa tal o cual institución o secta religiosa o que abstracción ha sido resultado de qué elemento figurativo propicio.

     Al fin, todas las cuestiones que a través de los años nos hemos preguntado al mirar una obra, se hallan subsumidas en el esteticismo (para mí, más que un movimiento, una forma de entender la vida); este fue el estandarte enarbolado por Oscar Wilde, fue su forma de vida y muerte, pues: ¿qué es el decadentismo sino una muerte anunciada en cada contradicción? es el desaliento de la muerte el que impregna, del mismo modo, un esteticismo sin profundidad o una lápida esculpida en mármol rosa, bello y helado.
La apariencia, dejando a un lado su aspecto peyorativo, representa la esencia del arte, aunque pueda parecer un contrasentido: ¿qué es el arte sino sólo apariencia?.

     No importa lo que veamos en cada obra con talante esteticista; es indiferente lo que vislumbremos o sospechemos, ésto no dejará de ser su tramoya, la guia a la que se aferra el artista; la excusa o la ocasión para desarrollar su ambición por lo bello, pero lo bello sin remilgos, achares o apostillamientos; sin posdatas ni  arrepentimientos; es la belleza clásica de la que todos lo artistas beben y a la que vuelven irremediablemente.

     Quizás la maldición de la pintura occidental sea volver la vista y el espíritu hacia su origen, tras viajar por los infiernos de la metamorfosis y la abstracción; de naufragar en el feismo, lo conceptual o el naive; la belleza como paradigma de la experiencia estética a pesar de nuestros esfuerzos por desterrarla y mostrar otros lados de la pirámide estética.
No habrá arte sin belleza, habremos de buscarla entre las rendijas de cada forma incongruente, o en el destello de cada estridente rojo frente a verde puro, pero hemos de buscarla, es irremediable.

     A la postre, el esteticismo es la belleza de la forma y la forma de la belleza, incluye el devenir de lo físico -la linea, el color, el contraste y la transparencia- en permanente atención al discurso clásico, a la preferencia por la curva frente a la recta impersonal, la voluptuosidad a la planitud; la belleza ligada al sexo y al erotismo encubierto, a la insinuación plástica de la forma natural humana y ello se presenta bajo mil denominaciones y estilos, que, aunque modernos viven a la sombra de lo antiguo.

     Así aceptamos el triunfo del esteticismo a pesar de carecer de trasfondo social o histórico (éste lo añadiremos nosotros), es la revancha de lo original, de la fuente primigenia; del núcleo duro del arte, pues es inútil que nos alejemos de este principio que indefectiblemente se nos aparecerá en cada ángulo o arista viva y deforme reverenciada por multitudes hipnotizadas por su osadía, arrastradas por su declaración de novedad, por su promesa de cambio, pero que cíclicamente vuelve para saciarse de formas perfectas.