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martes, 29 de agosto de 2017

ARTE-EXHIBICIÓN VERSUS ARTE-BÚSQUEDA.

     Quizás sea demasiada osada la disyuntiva que da pie al título de esta reflexión, aunque bajo el término "exhibición" se ha de entender "lo hecho", independientemente de la expectativa y resultado -satisfactorio o no respecto a la primera-, otro aspecto dentro del concepto "exhibición" haría referencia a la que denominaríamos "de gala", la que conscientemente queda expuesta a la opinión de los demás, una vez superado el pudor de todo artista -siempre que no se padezca el síndrome de la ostentación-.
Todo ser humano posee un instinto por el que se ve inclinado a mostrarse superlativamente y a esperar el aplauso del prójimo, aunque persista en actuar de forma ambivalente como el eterno extranjero, el ausente, el único habitante de ese lugar siempre lejano elegido por los ególatras.

     La exhibición se produce desde el momento en que el "hacedor" se enfrenta al resultado de su compromiso con la búsqueda de algo. Bien es cierto que el arte figurativo siempre tendrá una medida real con la que comparar dicho resultado -aunque sea para fragmentarla o deconstruirla-. El arte abstracto, por el contrario, posee mayor libertad de ejecución -únicamente respecto a la realidad- y mayor relativismo  en el juicio de su resultado ante los ojos del que lo observa.
Pero todo lo anterior es fruto del momento posterior al proceso creativo, pues en lo que respecta al intervalo de tiempo en el que se produce la ejecución de la obra, ésta deja de guardar parecido alguno con lo real; del mismo modo, el espacio en el que se mueve el creador, es absolutamente opuesto al convencional.

     Aún así no se puede eludir el resultado, éste ambiciona provocar una cierta experiencia estética, no exenta de cierto decorativismo -entendiendo éste como parte del sentido de finalización que todos poseemos innato-; al fin y al cabo, las categoría estéticas abarcan tanto lo material como lo moral o lo ético ¿porqué no iban a alcanzar el entorno dónde la obra está destinada a recalar? La exhibición soporta multitud de condicionantes -culturales sobre todo- lo que origina la no coincidencia entre dos juicios estéticos.
Desde el instanta de la confrontación con el observador, la obra cobra su sentido definitivo; es ese un momento crucial para el creador, pero no es el primero.

     Durante la exhibición se suceden distintos puntos de vista que se solapan entre sí -ésto contribuirá a la institucionalización de la obra o a su postergación-. Es inevitable la comparación con el resto de las obras anteriores, o las que se intuyen podrán ejecutarse -en el ámbito de la colección del propio artista o en uno mayor, y hasta donde la memoria pueda abarcar-; de tal modo que la recepción se convierte en una redistribución con el fin de que la nueva obra pueda encontrar el justo espacio donde poder sobrevivir tras una labor de comparación, pues la obra es -no lo olvidemos- un objeto, el cual ya no posee la impronta de la subjetividad en sí mismo.
Mucho se ha hablado del sentimiento del observador, del proceso -a veces creativo- que conlleva la interiorización de la obra, pero este aspecto del correlato creativo queda fuera de lo que es el centro de mi reflexión.

     Todo creador queda imbuido en el placer de diseñar, del mismo modo que el escritor queda atrapado por la palabra que refleja su intención de comunicar algo, se convierte uno y otro -los cuales son uno- en artífice y observador a un tiempo; un observador maldito, el cual ha de defender lo propio pues suyo es; no atendiendo a cánones o rupturas, a lo moderno o a lo incomprensible; no se ha de medor por lo subjetivo ni lo concreto. Es el amor propio el que quía sus pasos, ha de enamorarse de su vástago aunque éste sólo sea una nublada promesa de plenitud.
No interviene aquí el ojo extraño, el que ha de juzgar a la postre al sano retoño, al recién nacido que se debe al conjunto, a la armonía o al orden; el que espera conseguir un lugar entre los elegidos.

     No, no puede el creativo anticipar ese futuro heredero de millones de objetos, encumbrados o defenestrados por la historia. No puede -a pesar de que debe en algunos casos, pues su supervivencia depende de ello-, dejarse arrastrar por los vaivenes del gusto o de la conciencia de aquellos que verán en el objeto el fruto de un esnobismo y nunca de una profunda vocación.
Pero ¿cómo eliminar el juicio propio?, la exigencia de que la obra resulte ser lo bastante naturalista, o lo suficientemente abstracta; cómo eliminar el bagaje cultural que el artífice posee al igual que todo ser humano, cómo dejar de confrontar lo que aún no es con lo que ha de ser y, por fin, cómo saber qué es lo que debe ser la obra.

     En este dilema existe una terrible categoría estética que sigue persistiendo en nosotros y por la que, en el fondo, seguimos midiendo toda obra: la belleza; indefectiblemente juzgamos todo hecho por lo bueno que puede resultar ser para nuestro "espíritu", y ésto coincide físicamente con lo perfecto y lo bello, desde los autores clásico hasta nuestros días; lo bello, según el canon clásico, es el verdadero rasero por el que se mide una obra, desde Apeles a Kandinsky.
Es desalentador comprobar cómo algo tan subjetivo puede incorporarse al acervo cultural de la humanidad, estableciéndose ciertas pautas psicológicas por las que el juicio de un individuo con cierta notoriedad y transcendencia puede llegar a influir en la mayoría.

     Es también mediante este canon por el que el creador mide su propia obra; pocas veces se aparta  hacedor o árbitro de esta disyuntiva. A pesar que desde hace siglos existen otras muchas categorías estéticas, éstas son fruto, en su mayoría, de cierta adecuación a tales principios de la belleza, estas tentativas resultan ser interludios en los que dicho concepto se permite coquetear con lo no ideal, con lo prosaico, lo grotesco o lo tétrico; tales disgregaciones son recibidas por el observador como válidas e inspiradoras siempre y cuando aún sigan conformando cierto circuito cerrado -aquello de la exquisita cuadratura del círculo-, la obligada clausura de un proceso en el que lo esperpéntico y lo caótico queda preso del convencionalismo final, de la  indefectible idea del "todo".

     Sólo en algunos momentos de la creación se llega a romper esa necesidad humana de finalización; a traspasar la frontera de la memoria para adentrarse cada cual en un mundo en el que la crítica deja de tener sentido, y en el que cada porción de un órgano deja de ser desechado por ser inconcluso. Es el instante mágico que toda persona debería sentir en algún momento de su vida, pues la creación, quieran o no los puristas, no es patrimonio de los virtuosos o de los que poseen una factura impecable -esto sólo supone el medio por el que suelen ser encumbrados-. 
A partir de ello podrían suscitarse multiplicidad de incógnitas: ¿qué es la creación? ¿es un don innato o nace de una necesidad vital? ¿porqué se asocia creación a calidad artística? ¿porqué se considera siquiera parte de lo artístico? 







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