Metralla sobre el trigo, perfecto morir
entre ramas,
las ruinas acogen su carne joven entre
cimientos;
miles de niños huérfanos aúllan en
la noche carmesí,
mientras se
amamantan de la sangre brotada del ausente.
Madres de madres,
hermanas de madre; esposas solas,
entre vuestras
costuras se esconde el valor suficiente;
el empuje violento
de la vida: la vida obligada a serlo
por los hijos que
recogen obedientes la sangre del héroe.
De la cama alta, la
que moldea tu grácil cuerpo,
te levantas en la
madrugada, helada de viento y miedo;
mientras avanzas
tropiezas con tu nuevo compañero:
el conformarse
impávida con la soledad sin remedio.
Gigante tu figura,
soporta todo el imposible peso,
el peso de las
canastas de injusticia sobre tu cabeza,
el peso del hambre
pegado a tu seco vientre,
el peso del tiempo
sobre tu altiva y ancha frente.
Arrugas sobre el
rostro de nácar adolescente,
curvatura del alma
retorcida y de los huesos;
duele el cuerpo
plegado y el corazón valiente,
encogido e inmenso,
abraza de nuevo el recuerdo:
“Compañero que
caíste bajo la lluvia de acero,
no pudiste ver a tus
brotes curtirse por el esfuerzo;
yo, abanderada de
las tropas, hechas de viejos, niños
y mujeres solas, he
vengado tu temprana muerte”.
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