Como la belleza de
la colina tronchada,
muere el hombre cada
día entre sus miserias,
no alcanza a
imaginar el sol que desde el principio
se asoma insolente
dominando la tierra:
nubes de oscuros
presagios pesan sobre su cabeza.
El hombre como Dios
mira de nuevo, imponente,
hacia el precipicio
de lo que ignoramos y amamos;
cada año el ritual
de efímeras promesas se renueva,
y parece que
atisbamos una llama de aliento
hacia la voluntad
eternamente doblegada.
La llama se
extinguirá invariablemente,
con el paso de las
tormentas y las sequías,
las almas se
mantendrán imperturbables,
aguardando,
pacíficas, el poder guiarnos
hacia una
resurrección ya nacida moribunda.
No habrá montaña
ni colina, ni belleza truncada,
en el paraíso de
las almas que todos perdimos;
el placer soñado
cada invierno nos embarga
con cada sorbo de
vino añejo regalado,
¿pesarán flores
mañana sobre nuestras cabezas?.
Cita de blanco
encuentro entre hermanos,
unidas las manos
tiernas de tiempo;
callado tacto de
niños nacidos en el caos,
lenta despedida de
los que pronto añoraremos,
obligado rito de
deseos bajo cada árbol engalanado.
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